23 de noviembre de 2010

América Latina después del neoliberalismo

Con el fin de los gobiernos de corte explícitamente neoliberal en América Latina, se produjo un cambio de signo en la política de la región. En la etapa iniciada los gobiernos adoptaron un discurso de crítica y diferenciación con el modelo neoliberal dominante hasta entonces. Ese distanciamiento marca un nuevo clima político de época en nuestros países, en medio del cual nos encontramos actualmente.  

En Brasil, desde la asunción de Lula Da Silva se comenzó a utilizar el término Posneoliberalismo para caracterizar los procesos que se iniciaron a partir del acceso al gobierno de sectores que se dicen no-neoliberales. ¿Cómo podríamos caracterizar este período autoproclamado posneoliberal? ¿En qué consisten los proyectos políticos que contiene? ¿Encarnan una superación del neoliberalismo o son, más bien, una mutación de aquél? ¿Se puede hablar de pos-neoliberalismo?

La idea de posneoliberalismo nace como parte de un discurso que insiste en una lectura del presente como superación del neoliberalismo. Esta mirada supone una capacidad de valorar cambios que ya no aspiran de modo inmediato al corte revolucionario: el cambio social en curso debe ser valorado en sí mismo. Tal vez otra perspectiva posible sea aquella que sostienen gobiernos como los de de Evo Morales en Bolivia, Hugo Chávez en Venezuela y Rafael Correa en Ecuador, más afín a las retóricas de la revolución (socialismo del siglo XXI).

Brasil y Venezuela son asumidos por muchos como polos al interior del nuevo protagonismo del actual momento regional. Mientras que las iniciativas regionales que parten de Venezuela suelen exhibir una voluntad política de una mayor independencia respecto del sistema económico y de crédito internacional, Brasil condiciona esas iniciativas (como el banco del Sur) a la articulación con las instituciones del mercado mundial, dentro del cual acrecienta su influencia.

Al observar el contexto político en la región, podemos entrever que la clausura del modelo neoliberal ha significado un avance de las lucha sociales sin que pueda hablarse  de una ruptura total, o un modelo superador acabado. La díada entre ruptura radical y continuidad identidad absoluta no funciona. ¿Cómo valorar las singularidades que se observan en los procesos actuales? Hay mutaciones, reapropiaciones y elementos que permanecen. Para abrir la mirada, entonces, conviene concebir a neoliberalismo y posneoliberalismo no como modelos excluyentes entre ellos, sino como conjuntos de procesos en relación.

La distinción entre neoliberalismo, posneoliberalismo y socialismo del siglo XXI, que en el nivel de los discursos se presenta más bien ordenada, tiende a disgregarse si centramos la mirada en las economías. La Venezuela de Chávez, por ejemplo, se sitúa ideológicamente en contra de la dependencia económica con Estados Unidos, pero tiene funcionando un ALCA de hecho con ese país a partir del hecho de que la mayor fuente de ingresos de su economía es la exportación de la producción de petróleo destinada casi exclusivamente al mercado norteamericano.

¿Qué pasa en el resto de los países? ¿Qué elementos en común presentan? ¿Existe una economía regional en el posneoliberalismo? Hay analistas que sostienen la hipótesis según la cual desde el 2000 existe un modelo sudamericano que sustituye al de los 90, y que entre sus rasgos comunes estaría, por ejemplo, el neoextractivismo. Es decir, América Latina como exportadora de materias primas al mercado mundial: megaminería, petróleo, granos, agua y biodiversidad. Al modelo extractivo de capitales propio de la década anterior lo sustituiría un modelo extractivo de recursos.

Pablo Dávalos, economista ecuatoriano, advierte que en la región se pasa de la influencia de organismos internacionales como el FMI a otros como el Banco Mundial. El discurso dominante ya no es el de la exigencia del pago de la deuda externa, la necesidad de las privatizaciones y el achicamiento del estado. Dada la inestabilidad económica y las crisis de gobernabilidad que trajo aparejado el debilitamiento de lo estatal, vuelve a considerarse deseable la participación ciudadana y el fortalecimiento de las instituciones y las políticas públicas.

El corazón de este modelo neoinstitucionalista, afirma Dávalos en su último libro La democracia disciplinaria, se explica a partir de nociones como las de “acumulación por desposesión”. El capital se acumula desposeyendo a las regiones de sus bienes naturales, mediante un sistema de extracción-exportación que incluye gran inversión en obra pública de infraestructura. En función de la explotación de los recursos naturales se trazan subterritorios nacionales, corredores que conectan las economías locales de acuerdo a los proyectos de extracción de recursos y según las facilidades para su transporte. Desde este punto de vista, no son diferentes las economías regionales. Más allá de lo que expresan en sus discursos y programas políticos, se articulan en función de la explotación de la naturaleza.

La crítica más radical a estos procesos es encarnada hoy por los movimientos de pueblos originarios, bajo una concepción de la relación con la naturaleza que el movimiento indigenista ecuatoriano denomina “buen vivir”. La asamblea constituyente convocada por Correa en Ecuador toma ese sentido cuando reconoce el derecho de la naturaleza (y no a ella). Así como prohíbe el trabajo precario, la constitución de 2008, expresa el derecho de la naturaleza a no ser explotada, a no ser tratada como recurso. Sin embargo, las propias reglamentaciones de esas leyes violan los derechos proclamados.          

No se trata de advertir que el discurso de los gobiernos progresistas está en contradicción con algunos rasgos fundamentales de la acumulación, sino de asumir las tensiones que surgen de estos rasgos comunes, para que su problematización encuentre un tratamiento democrático y no reaccionario.

Esta escisión entre el discurso político que sostienen los gobiernos que se definen no-neoliberales y las decisiones que toman en relación con los imperativos del mercado internacional y sus actores de poder delinea la complejidad de los procesos políticos actuales en la región  da lugar a liderazgos que corren el riesgo de aislarse de los sectores de la sociedad a los que su discurso los acerca. Se da una suerte de aporía por la cual la distancia entre lo que el gobierno enuncia y lo que hace lo aleja en el nivel de la práctica cotidiana, política y organizativa de los sectores que comparten su discurso, puede tener el efecto paradojal de debilitar tanto al gobierno que en ciertos momentos puede verse privado del sustento social que le daría mayor margen para actuar de acuerdo a lo que enuncia, como a los sectores sociales que precisan de esta dialéctica positiva para profundizar sus planteos de transformación.

La enorme popularidad personal de Correa en Ecuador, por ejemplo, es compatible con un aislamiento en términos de fuerza política organizada. Se confía en él, no en un partido, ni en un movimiento, ni en un sector. El caso de Nestor Kirchner en Argentina es diferente. En la figura personal del líder que emerge de su masiva despedida de fines de octubre se vislumbra la carencia de mediaciones políticas concretas para dar contenido práctico a dicha popularidad.

Pero no se trata de constatar o vaticinar fragilidad de los liderazgos, sino de advertir que la potencia de los procesos políticos de cambio dependen, cada vez más, de la necesaria invención de organizaciones colectivas, abiertas y públicas, capaces de profundizar los cambios en marcha.

16 de noviembre de 2010

Hacia el 2011: desafío del desborde y la apertura

En la calle

Partimos de un hecho vivido: en la plaza del miércoles 27, autoconvocada ante la muerte de Néstor Kirchner, nos encontramos muchos desde diferentes modos del sentir, compartiendo dos grandes preocupaciones: el miedo a que esa muerte produzca un debilitamiento en las decisiones del gobierno nacional que luego del 2003 dieron curso a una sorpresiva serie de políticas democráticas (haciendo del gobierno un lugar activo y atento a ciertas expectativas militantes de años anteriores); la expectativa –que se fue sobreponiendo con la anterior mientras la plaza se llenaba- de una apertura, acompañada para algunos de nosotros por un cierto aire de las plazas del 2001. Memoria y deseo de  apertura surgen del (re)encuentro entre diferentes, de la necesidad de hacer fuerza política de esos diversos sentires, y de la conciencia de (y por tanto disposición a) participar de procesos bien complejos que intenten formular cambios políticos fundamentales en este presente.

2001/2010

Memoria y deseo de apertura no remiten solo a una continuidad con el 2001. Anuncian también una diferencia fundamental. Si aquellas plazas eran destituyentes respecto de unas políticas estatales de corte violentamente neoliberales, que negaban y reprimían toda verdad de las luchas populares, esta plaza del 2010 parte de un reconocimiento a ciertas políticas gubernamentales  que, más allá de sus ambigüedades señalables y siempre señaladas, mutaron ostensiblemente su relación con las formas de politización desde abajo (o políticas situacionales, o de movimientos, o micro, o infra, o como querramos llamarles). Si del 2003 en adelante hay un reconocimiento (con todo lo parcial y ambivalente que podamos considerarlas) a ciertas (muchas e importantes) luchas sociales (derechos humanos, demandas sociales postergadas, etc.), octubre del 2010 parece invertir la dirección de dicho reconocimiento, y es ahora desde abajo que se insufla reconocimiento (también complejo, condicional) hacia el gobierno, y a la figura de la presidenta muy en particular, para que “no afloje”, para que sea “fuerte” y “vaya por mas”.

Dos dinámicas centrales

Dos dinámicas fundamentales, entonces. Una de ellas parte de arriba en la medida en que resulta inseparable de la instauración de una posición estatal que durante los últimos años había sido completamente destituida y desprestigiada (primero, por los flujos de capitales y mediáticos y, finalmente, por un nuevo protagonismos social). Ni superación de lo estatal ni mera restauración, la estatalidad surgente implica reconfiguración institucional. Como sucede en otras regiones del continente, el estado postneoliberal reúne elementos bien diferentes de continuidad y cambio respecto de las formas anteriores (de bienestar, neoliberal). Compuesto inestable, este entramado institucional opera en continua formación. Ya no se trata de la posición de estado como el monopolio exclusivo del mando político, sino de una formación que pretende devenir activa en el contexto de otras fuerzas poderosas (corporaciones, medios, sistema financiero, etc.) con las que se liga y entra en conflicto de modo sucesivo y variable. 

Estamos ante un estado que se reconoce como un actor entre otros. Lejos del discurso neutralista de que “el estado somos todos”, que sitúa a lo estatal como el espacio de lo político y opera en nombre de un supuesto interés general, desde 2003 asistimos al despliegue de una lógica de gobierno que coloca al estado como un actor entre otros dentro del escenario social. Un estado que reconoce la condición postestatal de lo social, que se hizo explícita en los procesos del 2001 y que ya no permite una conciliación de los conflictos a través de la apelación a un interés común, que el estado encarnaría. Un estado que debe reconocer que no es en él donde se realiza lo común, que se ve obligado a asumir su posición singular, a trazar alianzas, negociar y enfrentarse con otros sectores de la sociedad.

El kirchnerismo ha sido hasta ahora la forma más clara de formulación de este tipo de estatalidad, al tiempo que sus defensores de izquierda han equiparado con énfasis esta construcción simbólica y material de institucionalidad como una justiciera “vuelta de la política”.     

La otra dinámica parte de abajo (o situada, o micro, o infra, etc) y, cuando se activa, repolitiza la vida social de un modo diferente a la anterior. No menos compleja que la dinámica propiamente estatal, la politización parte menos de una coherencia discursiva y global y más de una serie de luchas (cotidianas, de visibilidad oscilante) que toman como punto de partida las condiciones y modos de vida. Lucha contra la ampliación de la frontera sojera y los desplzamientos de los campesinos, luchas contra la precarización y tercerización del trabajo, lucha contra el uso intensivo y sin control de los llamados recursos naturales, luchas contra el gatillo fácil, contra el racismo y la getificación urbana y tantas otras formas de resistencia contra las formas de explotación y dominio que se reproducen de modo continuo entre nosotros. Estas dinámicas de politización han variado mucho desde el 2003 a la fecha. Si durante la fase “destituyente” los movimientos sociales atacaban al estado neoliberal constituyendo máquinas de guerra capaces de confrontar con el estado en áreas como el control de la moneda (trueque), de la contraviolencia (piquete) y del mando político sobre diversos territorios del país (asambleas), los movimientos organizados mejor estructurados son actualmente, hoy, parte de la nueva gubernamentalidad, y expresan uno de los rasgos característicos de esta nueva fase del estado.

Y, sin embargo, la movilidad social no se agota en estas formas de movimientos sociales de lucha que hemos conocido ni en la actual configuración de movimiento-gobierno. La plaza del miércoles mostró claramente cómo junto a muchos de estos movimientos junto a una extensa participación de personas y grupos que no consideran ni de cerca que la política se agote en el gobierno y su defensa, sino que se consideran –nos consideramos- sujetos insustituibles de una nueva fase de politización posible.

Esa presencia en la plaza entraña una complejidad no pensable bajo la lógica binaria propia de la política tradicional, partidaria, que clasifica el espectro político en “amigos” y “enemigos”, en oficialismo y oposición. Una complejidad que omite el kirchnerismo cuando traduce la multitud en la plaza en una expresión de apoyo incondicional al gobierno. Una complejidad que omite la oposición cuando pondera los efectos emotivo/afectivos del duelo en las urnas de cara a las elecciones de 2011.

Las singularidades que poblaron la plaza no se encuadran dentro de una identificación directa con el gobierno, no pueden ser nombradas íntegramente como kirchneristas. Insiste allí un exceso, que expresa menos un apoyo que una interpelación. El ánimo no es de fortalecer al gobierno, sino de fortalecer ciertas elecciones, ciertos rumbos que se creen acertados, sin dejar de manifestar la distancia con otros elementos que no se alientan ni se comparten. Interpelar al gobierno, dialogar con él.    

Desborde

Todo dispositivo de gobierno está sometido al riesgo del desborde. Si algo reconocemos estos días es la vocación del kirchnerismo (y a su dispositivo de gobierno, superior a la de cualquier otro grupo político nacional) por contactar con el desborde social, en lugar de reprimirlo. El bicentenario fue una muestra contundente de esa vocación (tanto por la masividad como por la versión de la historia puesta en juego aquellos días). Reconocimiento que ya entonces nos produjo una inquietud, pues el desborde colectivo, una vez contactado, puede ser tanto interpelado desde un punto de vista exclusivamente normativo, bajo la preocupación de la gobernabilidad, o bien tratado como espacio constituyente, de constitución de reglas a partir de su propia realidad material. Los mejores momentos del gobierno han sido aquellos en que ha desarrollado una disponibilidad inédita al diálogo (generalmente conflictivo pero real) con esta dinámica de desborde. Y los peores, los mas indignos y a la vez menos imaginativos, han ocurrido cuando se intentó someter estas dinámicas a dispositivos hechos de inconfesables con los poderes de turno Ambas dinámicas gubernamentales salen a la luz, como alternativas, cuando la politización desde abajo tensa la escena. La muerte de Mariano Ferreyra muestra lo esencial de esta disyuntiva: la lógica del gobierno articula empresas y sindicatos mafiosos bajo formas de gestión innobles del trabajo. La lucha de los tercerizados y luego la muerte de Ferreyra ponen a la luz la otra cara, la lógica del desborde y, con él, otras posibilidades (a las que el gobierno acudió de inmediato una vez que trascendió el crimen). 

Cuando hablamos de apertura nos referimos a la necesidad de profundizar esta dinámica de reconocimiento y diálogo con las formas de politización que viene de abajo. Convertir las formas de subordinación de modos de vida de los muchos en momentos de problematización y apertura política. Por eso, creemos, la plaza del miércoles es profundamente compatible (o, en todo caso, bregamos para que lo sea) con gestos contundentes en el sentido esta conversión, a partir de la tragedia de los tercerizados del Roca, para seguir con un ejemplo entre otros, para prolongar esta dinámica al conjunto.  

El desborde implica  gasto público, incontinencia presupuestaria, presión democrática, tendencia redistributiva (no sólo de ingresos sino de decisión social y política en todos los campos). El gobierno tiene el mérito excluyente del reconocimiento a esta lógica y, como ningún otro, coqueteó con ella. Desde su perspectiva se trata de “gobernar” (un equilibrio variable de los verbos contener, controlar, satisfacer, silenciar, denunciar) el desborde (el conflicto social) sin represión estatal. Esto se ve en la relación con diversas escenas como las asambleas de Gualeguaychu, la naturaleza del reconocimiento de Moyano en detrimento del reconocimiento de la CTA, diversos manejos territoriales, etc.  Insistimos: no es que nos sorprenda que el gobierno pretenda gobernar. Pero la politización de abajo abre nuevas posibilidades que no cabe delegar –precisamente- en los gobierno. Emergiendo de situaciones y conflictos capaces de replantear los términos falsamente excluyentes entre caos y gobierno se abre una interface creativa que nosotros llamamos politización en su sentido más radical. Politización, en este sentido, no es idéntico a “vuelta de la política” (protagonismo estatal). La “vuelta de la política” implica una imagen de la política a restaurar. La politización, en cambio, es dinámica histórico-singular, salida de su propio impasse, y capacidad de replantear escenarios y de producir novedades de peso.

La caracterización de la plaza como una “vuelta de la militancia” puede ser adecuada para pensar los movimientos que tomaron fuerza en el seno del período político abierto en el 2003 y que se identifican con las figuras de Néstor y de Cristina como sus líderes. Agrupaciones de jóvenes cuya identidad se constituye en torno a la imagen de las militancias de los 70, ensayan una continuidad entre las experiencias militantes de ambas épocas, así como evocan una continuidad entre la figura de Perón y la de los Kirchner.

Esta idea de restauración como recomposición de la relación líder-pueblo parece sostenerse en una cierta omisión de los procesos abiertos en 2001, donde el sistema mismo de representación es cuestionado bajo la exigencia de “que se vayan todos”. El 2001 traba el trazado de una linealidad entre la política de hoy y la que fue. La crisis de la estructura política heredada y la emergencia de nuevas formas de expresión y acción de los grupos sociales marcaron un límite para todo intento de gobernabilidad que sobreviniera. Podemos pensar que la creatividad es la condición necesaria para actuar dentro del espacio político que allí quedó abierto.        

Una insistencia

La irrupción democrática articula plazas como en una memoria dialéctica: plaza del 2010 – plaza del 2001. En ambos casos (completamente diferentes) ocurre la irrupción de una multiplicidad de subjetividades politizadas que intentan que el juego no se cierre. El riesgo (contra el cual hubieron intentos constructivos de movimientos, de grupos, etc.), durante el proceso en torno al 2001 era no tener nada que decir más allá de la destitución. En el 2010 el riesgo es que el cierre venga desde arriba como desmerecimiento de todo aquello que podría abrirse desde abajo.

Topología

Por todo esto, es posible considerar que la topología de la polarización se ha agotado en su realización. La distinción entre kirchnerismo y no-kirchnerismo se vuelve inoperante. Al conflicto entre kirchnerismo y antikirchnerismo se le sobrepone uno de mayor voltaje político: apertura –que se nutre tanto de cierto kirchnerismo y de cierto no kirchnerismo- frente a cierre, venga de donde venga, incluso de sectores del kirchernismo y del no kirchnerismo. “Dentro” y “fuera” son categorías en reformulación. ¿Al participar de la plaza del miércoles se está inmediatamente dentro del kirhernismo, del peronismo, del gobierno? Si se responde que sí, la operación de cierre vendría del interior de la plaza misma. Si se responde que no, ¿se estaría, por eso, inmediatamente fuera y contra todo lo que esos nombres implican? Si esta es la respuesta –venga de donde venga- la plaza se cierra y se achica irremediablemente. Resulta evidente, entonces, que este sistema de percepciones probablemente ya no funcione como antes. “Dentro” y “fuera” ya no remiten (gran novedad) al modo en que se determinó el juego a partir del 2003. 

La necesidad de concebir posiciones más allá de la dualidad dentro-fuera será leída desde adentro y desde afuera como una evasión de la toma de partido por una las dos posiciones. Y es una definición precisa: ya no interesa tomar partido, lo que se busca es habilitar y habitar nuevas formas de actuar y pensar lo político. Ese no estar dentro ni estar fuera es lo que fija una irreductibilidad que se sustrae a la asimilación y abre un terreno del diálogo que la lógica identitaria del simple adentro (o el simple afuera) aplanaría.  

El principal espacio que necesitamos abrir (y se está abriendo) reúne, entonces, a quienes pujamos por recrear –desde una politización desde abajo- el proceso de constitución social, y al hacerlo encontramos nuevas posiciones posibles. El propio gobierno se encuentra en una situación paradojal en esta nueva configuración de fuerzas. Exterior, cuando se articula con lógicas de poder (de nuevo, caso Ferreyra, y tantos otros), o cuando reduce todo contacto con el desborde a tratamiento meramente gubernamental. Interior cuando invoca, empuja o asume un diálogo abierto con nuevas formas de politización que no controla ni enfrenta. La complejidad del momento es enorme. Porque el gobierno está tramado por diversas lógicas simultáneas. Se trata, quizás de sustituir las “o” (o la verdad del gobierno es o bien es otra) por la “y”, que nos permite comprender la diversidad de escenas que esta situación involucra y genera. No se trata de una “y” inocente, justificadora o desentendida, sino “y” capaz de producir un desplazamiento o de rearticular un nuevo campo de antagonismos (“o” de las politizaciones). Los procesos de politización desde abajo y los partidarios de la “vuelta de la política” (desde arriba) entran así en un diálogo difícil, y ojala auspicioso, pleno de dificultades por dar sentido a la “y” que debería reunirlos, y ante una “o” que podría agruparlos sin borrar importantes líneas de tensiones internas. Si los pensamos desde las dinámicas de politización desconocemos esta complejidad, el horizonte será el aislamiento y el sectarismo, así como una pérdida del sentido de la oportunidad. Si los defensores de la “vuelta de la política” (desde posiciones de gobierno) desconocen el esfuerzo serio de interlocución que el momento abre (promoviendo lenguajes y militancias estereotipadas y conduciendo todo el proceso a una simplificación puramente polarizante) colocarán ellos mismos los límites al actual momento (neodesarrollista y estatalista) castrando al actual proceso de movilización de los diferentes que proyectan un deseo y una memoria común.   

Diego Stulwark, 2010-11-10