20 de septiembre de 2011

El barro de la Historia

Por Alejandro Horowicz
Periodista, escritor y docente universitario.

“Los discursos, al igual que los silencios, no están de una vez por todas sometidos al poder o levantados contra él. Hay que admitir un juego complejo e inestable.”
Michel Foucault

Esta modificación,  no sólo no le entregó la iniciativa política al mentado Grupo A (compuesto por todo el arco opositor), sino que ni siquiera pudo quebrarle el saque al grupo K. El número de representantes en ambas cámaras sirvió para entender que la cosa no pasa por cuántas manos se levantan para aprobar o desaprobar una ley, sino por la presencia o ausencia de una estrategia política articuladora. 

Debo reconocer mi propio error, o en todo caso, insuficiencia analítica. Pensé que les faltaba estrategia común, y en rigor de verdad, lo que les falta es estrategia a secas. No tienen ninguna; y la sociedad no puede más que abrumarse ante tan decisiva limitación. Política sin estrategia no es más que discurso inconexo, alfilerazos inconducentes, brulotes sin fundamento. Transforma el último episodio de la tapa de algún diario, en letra para la próxima interpelación parlamentaria. Esto es, en profundización de una crisis de la que muy difícilmente ambas fuerzas puedan salir conservando la vertical. 

Es muy poco probable que el Peronismo Federal pueda lucir candidato  para las presidenciales de 2015, y la posibilidad de que un extrapartidario encabece la fórmula de la UCR, depende de que exista… el partido. En todo caso, llamar partido a una confederación de intendentes radicales es una exageración. No se trata de un juicio apocalíptico, sino del costo que deberá pagar una fuerza comandada por la dirección más mediocre de su larga trayectoria. Tan así la cosa, que en cualquier momento extrañarán la sensatez de Fernando de la Rúa, la lógica formal del Chacho Álvarez y los razonamientos caseros de Graciela Fernández Meijide, lo que no es poco decir. 

Si en algún punto esa carencia determinante se exhibe impúdicamente ante propios y ajenos es en la tapa de La Nación del sábado 10 de septiembre.

Allí leemos que los “principales bloques de la oposición” impulsarán la presencia en la Cámara de Diputados  de Sergio Schoklender. Que un doble parricida fungiera de apoderado de la Fundación Madres de Plaza de Mayo ya era terrible, pero en todo caso remitía a los personales y comprensibles desequilibrios de Hebe de Bonafini, y a que la sociedad en su conjunto se callara la boca. Ese silencio granítico recordaba que la culpa no es un combustible de alta calidad política. Claro que cuando la Comisión de Asuntos Constitucionales, presidida por Graciela “cachetazo” Camaño, y la de Vivienda, a cargo del radical Hipólito Faustinelli, invitan a Schoklender con motivo de sus declaraciones a la revista Noticias, ya no hablan de los traumas colectivos, sino de sí mismos. 

La “idea” –de algún modo hay que llamarla– fue acompañada por Ricardo Gil Lavedra y Federico Pinedo, jefes de los bloques parlamentarios de la UCR y del PRO respectivamente; en cambio, Margarita Stolbizer la caracterizó como “un disparate”. Explica la dirigente del Frente Amplio Progresista: “El Congreso no puede convalidar en su citación a una persona como Schoklender”, al tiempo que añade: “Lo que dice debe tener mucho de cierto”, pero se trata de una “denuncia de delitos que deberá ser tratada por la justicia”. 

Vale la pena detenerse ante tan curiosa argumentación. El disparate político va de suyo, dado que transforma a Schoklender en una suerte de paradigma de la verdad republicana. Al menos, para las fuerzas convocantes. Cada cual tiene el perfecto derecho de elegir sus referentes donde crea conveniente, pero aun Stolbizer le da el crédito de verdad a priori. ¿El motivo? Todo el que sostenga que el gobierno está integrado por una cueva de ladrones, no puede no ser sino un demócrata constitucional. Y ese es el punto. La sociedad no puede sino mirar atónita cómo un hombre cuya falta de integridad moral está más allá de todo debate, por los avatares de las chicanas parlamentarias se vuelve “juez” de Hebe de Bonafini, y traslaticiamente del gobierno nacional. Por un minuto consideremos el argumento de Schoklender: Hebe tiene 2 millones de euros en bancos europeos; si sin mayor conflicto con la Fundación (se lo acusa de desvío de fondos en su beneficio personal, de estafa y otras lindezas) hubiera denunciado las cuentas, el asombro general sería enorme, y por cierto debiera ser objeto de investigación judicial. Ahora bien, que un hombre con sus antecedentes, incurso en una investigación por dolo, se convierta en fiscal delata la amoralidad profunda de quienes enarbolan su nombre, pero sobre todo la más absoluta falta de sentido de las proporciones. En suma, una patrulla perdida en la niebla política, sin brújula ni sentido de la orientación. 

EL BLOQUE DE CLASES DOMINANTES. Una pregunta: ¿A qué se debe esta carencia? ¿Sólo se trata de evidentes limitaciones personales? No vamos a negar lo obvio, pero existe una razón superior. En el conflicto contra las retenciones móviles, que fue el último donde la política opositora tuvo articulación real, la cosa quedó al desnudo: sólo cuando un segmento del bloque de clases dominantes tiene, en sus términos, una razón convocante para oponerse a la política oficial, la oposición logra enhebrar el hilo. De lo contrario no. Pasado en limpio, su estrategia viene de afuera. 

Como el bloque de clases dominantes no es, desde 1975, una clase dirigente, su política no puede ser otra cosa que la continuación de los negocios por otros medios; y como los trabajadores sufrieron una derrota histórica, no atinan a recomponer un horizonte propio; ergo, los partidos se quedaron sin estrategia. 

Ahora bien, la capacidad de previsión sigue siendo, aun en nuestra hora posmoderna, el mayor capital político. El gobierno nacional constituyó su andadura al compás de lo que debía evitar. La continuación de la política del Puente Pueyrredón, la masacre de pobres. A partir de esa sencilla ecuación fogoneó la recuperación de la actividad productiva, y redujo los niveles de deterioro abominable de la sociedad argentina. Eso no es exactamente un programa, dicen, y tienen razón. Pero es su condición de posibilidad. 

Los programas en la historia nacional e internacional, en la historia del capitalismo, se constituyen en medio de crisis fenomenales. No suelen ser el producto de amables investigaciones elaboradas en think tank universitarios, con los debidos créditos. Así no pensaron ni Federico Pinedo –ilustre antecesor de su conservador pariente– ni Jon Maynard Keynes, ni por cierto Karl Marx. La crisis global del capitalismo nos presenta otra oportunidad histórica: pensar y desarrollar un camino propio, una respuesta sudamericana, un nuevo programa para el partido del Estado. Cada uno de los segmentos del bloque de clases dominantes, no puede sino atender su propio juego, por eso carece de visión estratégica, y por eso no es capaz de orientar a ninguno de los partidos de la oposición. En lugar de que el perro mueva la cola, es tiempo de que la cola reoriente la cabeza del perro.

Publicado en Tiempo Argentino el 12 de septiembre de 2011

19 de septiembre de 2011

El miedo como factor de la política

Thomas Hobbes dice que hay sociedad porque hay miedo, que si las personas no temieran, nadie obedecería a la ley. El miedo es constitutivo de la vida en sociedad, y tiene una función medular en la organización política y del estado. Si partimos de que ese miedo más genérico toma un modo y un rol particular en cada coyuntura concreta, ¿cómo consideramos que se constituye en la Argentina actual? ¿Hasta qué punto en los últimos años el miedo es una dimensión especialmente presente en la política? ¿Qué se hace con ese miedo?

Nuestro país tiene una historia reciente donde el terror fue una componente central de la maquinaria de gobierno. El miedo a morir en manos del estado en años de dictadura se propagó durante la posdictadura bajo la forma de temor a que el estado volviera a ser gestionado como aparato de muerte. El discurso de Alfonsín de no desestabilizar la democracia era un límite para la acción colectiva, todo lo que fuera sospechoso de afectar la institucionalidad era visto como ilegítimo. Este escenario de riesgo perpetuo -hiperinflación mediante- tuvo su envés en el discurso menemista de la estabilidad. En los ´90 el miedo era a la crisis económica. ¿Cómo se configura hoy esa larga historia del miedo?


Como siempre, las primeras respuestas más a la mano son mediáticas: miedo a que te roben, a que te maten por dos monedas, miedo a salir a la calle; ese que en el 2001, en medio del impulso callejero, parecía haberse disuelto. Hace diez años, el malestar, en un contexto de crisis y pobreza, vino acompañado por un desafío al miedo a la calle. La gente salió a la calle masivamente, desoyendo el estado de sitio y soterrando el temor tanto a la represión policial como al encuentro con otros. Por eso, muchos analistas dicen que en el 2001 se acabó la posdictadura, porque la amenaza de la represión siempre inminente, que había cifrado todo un período político en el país, fue enfrentada de manera radical.


¿Se mantiene hoy ese carácter posdictatorial? ¿Cómo es que en la última década el miedo a salir a la calle reaparece? Vuelve no ya como miedo a la coerción estatal sistemática, sino vinculado a la llamada “delincuencia” eso a lo que las estadísticas llaman “sensación de inseguridad”, de la que se burla genialmente Capusoto en su programa radial Hasta cuándo?.

¿Llega este miedo mediático (de ser robado/matado) a influir realmente en la política? No parece que en esta coyuntura haya jugado un papel importante, a pesar de que las varias encuestas le asignan un lugar excluyente en la cuantificación de las demandas populares. Si tomamos como referencia la última elección nacional (primarias), lo que vemos es que el miedo ligado al discurso seguritario no se traduce directamente en términos electorales. ¿Hasta qué punto el miedo codificado en ese discurso es un factor central para el proceso político actual?


El apoyo de la mayor parte de la población al gobierno de Cristina evidenció el fracaso de la apuesta mediática y del ala opositora a transformar el miedo privado en pasión política decisiva. Si no es el miedo a la delincuencia, interpretado por la clase política y sus publicistas como la variable definitoria del voto –motivo central de los spots y discursos durante la última campaña y de medidas oficiales “electoralistas”, como del Plan Cinturón Sur en la Ciudad o la creación del Ministerio de Seguridad-, ¿cuál fue la variable fundamental en la definición del voto?


A modo de hipótesis, sostendremos que hay una seguridad que la reelección resguarda y que tiene una relación más inmediata con la política que es la del consumo. El triunfo del kirchnerismo muestra que el temor a que se termine este momento de estabilidad económica es una variable con más peso en las decisiones políticas que cualquier otro miedo. La percepción del peligro de que el modelo fracase depende menos de análisis macroeconómicos y políticos que de las experiencias cotidianas de mayor bienestar proporcionadas por una creciente (aún si muy desigual) participación de la sociedad en el mercado.


Mientras que el discurso de la inseguridad incentiva y modula el miedo, el mercado realiza grandes momentos de seguridad. Las villas, por ejemplo, ranquean primeras entre los lugares considerados peligrosos, asociadas a las actividades “ilegales” y a los sectores “excluidos”. Sin embargo, el mercado de la droga es un mercado de clase media y en villas como la 1-11-14 está montado un dispositivo de seguridad destinado a proteger el cliente que viene de otros barrios. Se invierte la lógica del “local” que rigió tradicionalmente en los barrios pobres, donde quien era del barrio no corría riesgo en él. En las villas donde hay bandas narco el que va a comprar droga está mucho más seguro que el que vive en la periferia.


El consumo produce fortaleza, amuralla los contornos, no importa dónde se emplace. En la 1-11-14 o en Puerto Madero, el consumidor está protegido. Un mercado que funciona en una zona marginal, en el centro de la clase social considerada “amenazante”, como la Feria de La Salada, tiene una organización y un control destinado al consumo (festivo, callejero) que no deja lugar alguna a la sensación de inseguridad. 


El discurso de la inseguridad y la gestión mercantil de la protección, en vez de contradecirse, se nos presentan como complementarios: uno produce el sentimiento de riesgo y la otra lo calma. Entonces, en un momento de aumento exponencial del consumo en todos los sectores sociales, ¿por qué, aún así, tiene tanto vigor la idea de inseguridad? ¿Por qué esta época parece ser tan violenta cuando, desde el punto de vista de los indicadores objetivos, es probable que estemos en la Argentina menos violenta en muchas décadas? Sospechamos que hay algo del orden de la experiencia que genera esa sensación de inseguridad y que no puede ser simplemente imposición simbólica de los medios de comunicación que la propician y amplifican.


Puede que, más allá de los momentos de seguridad que el consumo garantiza, haya otro tipo de miedos, una sensación de peligro que quizás surja de una percepción de fracaso del proyecto comunitario, que durante décadas trazaba un horizonte compartido de progreso. Si a partir de 2003 el estado sostuvo la desactivación del miedo a que el aparato estatal se organice para matar a quienes lo desafían políticamente y se inició una recomposición económica que redujo las incertidumbres vinculadas al acceso a ciertos bienes de consumo, a nivel de sentido colectivo el kirchnerismo no logró regenerar un sentimiento de seguridad más pleno.


A momentos significativos como fue, sobre todo, el festejo del bicentenario, le suceden otros de igual impacto como fue la toma del parque indoamericano. La sensación que el proyecto común es débil o inexistente hizo que durante décadas no tuviésemos claro qué es lo puede pasar entre nosotros, que no sepamos qué es posible cuando nos salimos del espacio perimetrado visible vigilado de la sociedad.


Al desguace de los lazos y las certezas sociales producido por las políticas neoliberales y la privatización de la vida desde la última dictadura en adelante, se suma el hecho de que estamos ante un proceso de acumulación de capital feroz, donde lo que se regenera como mecanismo de mercado no se está regenerando como sentido colectivo. Por lo tanto, hay una suerte de pacificación, pero que no está basada en la confianza en el otro, sino en el bienestar individual. Hay pacificación en desconfianza. Una pacificación implementada por el mercado.


La villa donde se vende droga es más segura que el barrio vecino, ahí es más seguro caminar dentro de la villa que afuera. Es la existencia de un mercado lo que garantiza las condiciones de seguridad. El consumidor está custodiado. Quienes lo protegen son más las fuerzas privadas de seguridad, contratadas por las bandas, que los agentes del estado. Si la acción policial se inscribe en la idea de un común social compartido (como el de patria o nación, con su mayor o menor carga de racismo y las prácticas más o menos fascistas que habilita), cuando la seguridad privada protege al consumidor ya no hay una remisión a un ideario estatal-ciudadano, lo que rige es la simple potestad del consumo.


El horizonte compartido está signado por la medida del consumo. Lo que prima es la posibilidad de armar negocios, de consumir y generar ganancia. Y la seguridad llega vía ese armado de mercado. Si un mercado apostado en un cierto territorio se desintegra, el lugar queda desprotegido. Las fuerzas de seguridad con una lógica estatal no pueden reponer ese tipo de seguridad que brindaba el mercado, porque no puede reponer la trama minúscula con que esa protección se enlaza con las otras prácticas sociales que son prácticas de cálculo, de compra y de venta.


No es que la lógica estatal no incluya la racionalidad mercantil, está claro que el estado contiene y garantiza las transacciones capitalistas, pero se enraíza, además, en un cierto horizonte de proyecto compartido. Es lo segundo lo que está desintegrado y lo que hoy los proyectos políticos no alcanzan a reparar. Esa descomunión hace que cualquier factor que se presente como integrador goce de cierta legitimidad política. El trabajo, la familia, la educación; instituciones fuertemente cuestionadas por la juventud de los ´60/70, hoy son los mojones del imaginario político. Esto permite que se presentan como herederas de la política setentista unas luchas que pugnan por restituir la sociedad que aquella quería transformar/destruir.

7 de septiembre de 2011

¿Cómo funciona el peronismo?

Frente a la impotencia política del resto de los sectores partidarios desde mediados del siglo pasado a esta parte, se ha extendido la idea de que la política en Argentina se hace dentro del peronismo. En un entorno de sectores políticos mayormente pasivos o reactivos –desde la UCR a la UCD o al trotskismo-  el peronismo se sitúa como la fuente de lo político, cuya relación interna de fuerzas iría determinando la cualidad de cada período en el país. A contrapelo de esta mirada, sostendremos la hipótesis de que la dinámica interna del peronismo proviene de su contacto con un afuera y su singularidad consiste en la capacidad de variación ante esas fuerzas externas.

Cuando decimos afuera nos referimos a partidos políticos y otros actores macropolíticos, pero también a expresiones infrapolíticas, modos de hacer y de pensar que nacen en lo social sin una correspondencia necesaria a nivel partidario-estatal. Todo ello conforma un afuera con el que el peronismo nunca deja de medirse, hacia el que nunca deja de mirar. Desde este punto de vista, cuando se afirma que la vida política argentina se da dentro del peronismo, sería preciso agregar que la vitalidad del peronismo depende de unas expresiones que surgen afuera suyo y en relación con los cuales éste va variando.

Podemos identificar, al menos, dos dinámicas según las cuales se da esta variación: la interpretación de tendencias locales y la traducción de tendencias internacionales. A nivel local, el peronismo es un gran lector de fenómenos populares que no necesariamente surgen en su interior, pero a los cuales es capaz de percibir y tomar como propios. La gran virtud del peronismo es la flexibilidad que tiene para leer los modos de vida que se desarrollan en el país y para mutar de acuerdo con ellos. Se trata de un estilo, de una forma de actuar, cuyo gesto original puede encontrarse en la asimilación que hace un militar nacionalista como Perón de elementos que el anarquismo y el socialismo venían desarrollando en Argentina desde principios del siglo XX. 

Ese modo de constitución volverá a hacerse visible al inicio de cada gran etapa del peronismo posterior a la muerte de Perón, del que nos ocupamos ahora: en el menemismo, en el kirchnerismo y, también, en el cafierismo, en tanto proyecto frustrado de recomposición del peronismo a partir de la lectura del clima social gestado en los últimos años de la dictadura. Lo que para Perón fueron los movimientos obreros de principios de siglo, para Kirchner fueron los movimientos piqueteros y las organizaciones sociales casi un siglo después. El kirchenrismo se constituye escuchando momentos no peronistas de la Argentina del 2001.

Bajo esta misma fórmula se puede entender la inflexión del peronismo en los ´90. El gobierno de Ménem se basó en una lectura de un éthos antiestatista y privatista ya desarrollado en la sociedad. El menemismo no neoliberalizó a la Argentina: leyó la neoliberalización de la Argentina y la reconstituyó como modelo de gobierno. Asimismo, el kirchnerismo no llevó la politización a los movimientos sociales sino que leyó la politización de los movimientos sociales y la convirtió en una particular síntesis política.

El peronismo es el arte de la producción de gobernabilidad a partir de una sensibilidad social que se conjuga con las tendencias políticas internacionales de la época. En los ´90 ese clima internacional estaba signado por la confianza en las fuerzas del mercado, a las cuales el estado debía promover y dejar hacer. En la década posterior, el fracaso del modelo liberal impulsó a varios movimientos y gobiernos de la región a recomponer determinadas funciones del estado junto con una rearticulación de lo social.    

La distancia entre menemismo y kirchnerismo es subrayada por los sectores opositores como síntoma de la inconsistencia del peronismo, mientras que para los afines con el gobierno evidencia el carácter rupturista del período iniciado en 2003. Cuando en el peronismo cambian las direcciones, los personajes, los proyectos políticos, ¿qué es lo que se mantiene como dándolo continuidad? Una forma de actuar, una cierta astucia, un determinado modo de composición. Los protagonistas no son los mismos, los liderazgos van cambiando, pero se comparte una habilidad muy aguda de escucha y una voz que parece decir, a través de los distintos discursos, “mientras haya capitalismo, en Argentina sólo el peronismo lo hará vivible”. Las otras fracciones políticas no tienen ni la flexibilidad ni la sensibilidad suficiente para lograrlo.

Hacer vivible el capitalismo. Hacer gobernable lo social. Hacer política con lo que hay. Entre esos márgenes se despliega el campo de acción del estado para los distintos peronismos. Lo social se sintetiza desde lo estatal, y lo estatal se vuelve permeable a lo social. Esa traducción va definiendo la anatomía del peronismo, va marcando sus tiempos. Ningún sector peronista en el gobierno queda fuera de ese movimiento, sino que se van reordenando los protagonismos. Los personajes más desactualizados, muchos de los cuales conservan hace décadas el poder en las provincias y los municipios, adaptarán el discurso y ajustarán sus prácticas tanto como sea necesario para la reproducción de ciertas dinámicas a nivel territorial-local, al tiempo que otros sectores se reconvierten o emergen con una actualidad impensada.

La alineación de los sectores internos con la tendencia vigente en el peronismo tiene como límite la alteración de esas dinámicas locales de poder que se intenta resguardar. Está poblada de resistencias, negociaciones y conflictos, en los que parece encontrar hoy el kirchnerismo -tanto según la lectura que hacen sus propios cuadros como la de algunos analistas políticos- su mayor límite. ¿Cuáles son las condiciones de esa alineación interna? Estos grupos que permanecen en el poder mientras el peronismo muta, que sobreviven a las variaciones, este peronismo mutante pero perenne, ¿no expresa la dinámica más profunda del peronismo? Cuando lo que prima es la conservación del poder, cuando la variación es un recurso para seguir en el gobierno, ¿puede hablarse de una disputa entre sectores del peronismo que sea radical?
   
Esta polarización histórica que se debate hacia el interior del peronismo entre sectores de izquierda y sectores de derecha ¿puede zanjarse sin destruir el peronismo? Si pensamos que el kirchenrismo será más largo que el peronismo, podríamos ver a los poderes locales conservadores como focos de resistencia al cambio, que irían siendo disueltos. Si, en cambio, el peronismo fuera a tener una duración mayor que el kirchenrismo, se trataría de un movimiento capaz de regenerarse desde lugares heterogéneos y aparentemente contradictorios. Nadie permanecería agazapado resistiendo al cambio, sino que cada uno desde su lugar estaría haciendo los cálculos necesarios para seguir reproduciendo su espacio de poder.

En los ´60  se publica en la revista «La Rosa Blindada» un debate entre John William Cooke y León Rozitchner. El primero sostiene que el peronismo es la expresión política de la clase obrera revolucionaria, que en la radicalización de su propia experiencia posee un horizonte socialista. Para Rozitchner, en cambio, Perón es un líder militar que se constituye –ante el desafío de las izquierdas- con el objetivo de vencer sin el uso de las armas a la clase obrera en el país, haciéndose jefe de ellas. En un caso, el peronismo es visto como una forma disponible para ser moldeada por la praxis popular, en el otro, como un molde que contiene y limita esas fuerzas de lo social.

La capacidad del peronismo de no quedarse plegado en lo que es, encerrado en sí mismo, sino de estar todo el tiempo leyendo mutaciones sociales, a las que interpela y se reconstruye al calor de esa interlocución, da cuenta de que hay un costado peronista sobre el que el peronismo se recuesta y otro costado que es no-peronista. Podemos pensar que junto al alma configurante del peronismo –que sostiene su receptividad y su flexibilidad ante el afuera- hay un alma conservadora, que lee todo fenómeno externo como algo que puede incorporarse a la propia tradición. Si hay mutación, entonces la pregunta que subyace es ¿activada por quién? ¿qué define su dirección? ¿dónde encuentra su límite? 

Apéndice (comentario de Adrián); Peronismo entendido como movimiento religioso

No escasean  las interpretaciones sobre la naturaleza del peronismo, pero se puede hablar de un consenso sobre que el mismo excede con mucho los límites de un partido político clásico.
Una palabra que se ha usado para referirse al peronismo es Movimiento. Me parece más que acertada y redoblo la apuesta. Propongo entender al Peronismo como un movimiento religioso.
Una forma de entender una religión, más allá de las instituciones ostensiblemente religiosas o los dogmas sostenidos, es la de un conjunto de creencias e intuiciones sobre los hombres, el mundo, lo divino que, cuando son creídas firmemente, funcionan como guía para la acción individual y colectiva. Esto está cercano al concepto islámico de Din, religión como forma de vida integral, pero esta concepción no es ajena al modo occidental de entender la vida religiosa.
De un acuerdo entre creyentes sobre esas intuiciones puede surgir una multiplicidad de actos, instituciones e incluso dogmas diferentes. La noción de Tawhid, la unicidad de Dios en el islam, dio forma a multiplicidad de formas de vida, comunidades y creencias, todas diferentes y aun así inconfundiblemente islámicas. El Catolicismo puede contener dentro de sí al Opus Dei y a los curas del Tercer Mundo. Es esta unidad en la multiplicidad lo que caracteriza esta concepción de una religión.
Más allá de las instituciones partidarias, de programas de gobierno, incluso de la mística generada por sus figuras y rituales (que serian el camino fácil para encontrarle elementos religiosos al peronismo) es posible concebir al peronismo como un conjunto de intuiciones sobre el Pueblo, el estado, el país, el poder,  etc. y un estilo de relacionar todos estos elementos y de habitar el país. Esta cosmovisión compartida es la que le da una cohesión al peronismo que sobrevive a cismas, divisiones y enfrentamientos sangrientos. Es también lo que hace tan distintivo al pensar y accionar peronista del de otras vertientes políticas, como la liberal y la de las izquierdas marxistas.
Considero que entender al peronismo como una cosmovisión cuasi-religiosa distintiva que a su vez genera multiplicidad de acciones,  instituciones y formas de vida, diferentes pero emparentadas, es un camino fértil y de gran poder explicativo para aprehender dicho fenómeno político.