28 de noviembre de 2011

Representación, democracia, consumo

¿Qué podemos decir acerca de la relación entre democracia y representación? Nos proponemos, en principio, salirnos del debate en torno a la distinción entre democracia formal e informal. A su vez, creemos que el problema de la representación no se agota en la mayor o menor burocratización de los representantes o en cuál sea su distancia con los representados. Más allá de esas variables, nos preguntamos qué potencial democrático logra desarrollar la representación, qué momentos de democracia hace posibles.   

La representación es un mecanismo por el cual se delega en otro/s la decisión acerca de los modos de organización de la propia vida. Si nos centramos en este elemento de delegación, podemos sostener que el gobierno se constituye a través de una suma de desplazamientos de capacidades. Por el tipo de movimiento que lo conforma, un sistema político representativo tendería siempre hacia un centro.

En cambio, cuando pensamos en una construcción de hegemonía desde el gobierno hacia la sociedad, dejamos de ver el centro como efecto de una condensación. El poder se presenta, más bien, como su propio sustento, como una instancia (auto)productiva, y el problema de la representación pasa a leerse en términos de gobernabilidad, de generación de apoyos políticos.    

En nuestra coyuntura actual estas dos variables –representación y gobernabilidad- no parecen muy equivalentes. Podemos ver una empatía con las conducciones políticas y un sentido de la delegación de las decisiones bastante aceitado en la sociedad, que, sin embargo, no producen una sensación de estabilidad social y política. A pesar de la legitimidad del sistema representativo, vivimos con la impresión de que las fuerzas sociales pueden desatarse en cualquier momento. ¿Eso quiere decir que la fortaleza de la representación ante la que estamos es aparente? ¿O expresa, más precisamente, una composición compleja, con varios niveles?

Puede que el problema de la representación sea su carácter abstracto, frente a una democracia que siempre tiene una raigambre material, concreta. La democracia nunca puede excluir a la economía, en ella se juegan las formas de vivir, las condiciones de vida, las afecciones más inmediatas. La representación se asienta en la ley, en los contratos formales, en los derechos y deberes, relaciona ciudadanos, produce ciudadanía. Discurre en ese nivel donde se puede hablar de igualdad en medio de la desigualdad más evidente.

Tenemos, entonces, un orden de la representación que no se vincula directamente con lo económico, que funciona en tanto se despega de ese plano. Cuando esa distancia se interrumpe, aquel orden entra en crisis. En el momento en que una convulsión en la instancia material deshace esa distancia, las fuerzas democráticas toman protagonismo, produciendo una reconfiguración del entramado político. ¿Cómo se vincula la democracia con lo económico? ¿Qué indicadores pueden servir para medir la democracia?

Siguiendo al socialismo clásico, la medida de la democracia depende de la relación que guardan los grupos sociales con los medios de producción: no se podría hablar de libertad o igualdad dentro de un esquema social basado en la distinción entre propietarios y desposeídos. Hoy, donde la sociedad es un complejo productivo y donde la creación de valor no se restringe al tiempo/espacio laboral, ¿qué ocurre con el consumo? ¿le podemos reconocer un potencial político? 

Si la democracia depende de la relación con los bienes materiales y es inseparable de las condiciones de vida de las personas, un aumento del consumo podría abrir las posibilidades para mayor democracia. Sin embargo, el consumo puede ser, también, un dispositivo para contener la participación política de las mayorías. La apertura democrática se daría cuando un aumento del consumo terminara por cuestionar las formas de propiedad.    

Cuando el consumo se alía con la lógica representativa, su potencial creativo de formas políticas se ve aplacado. En una alianza de ese tipo se sustentan fenómenos de liderazgo como el actual en nuestro país, a los que algunos intelectuales denominan populismo. En el armado político actual del gobierno el consumo funciona como la válvula que regula los ánimos populares. Tan así es pensado desde el kirchnerismo, que en los discursos más recientes de la presidenta insiste la idea de que una disminución del consumo implicaría una crisis de gobernabilidad. 

En este sentido, podemos preguntarnos si no estamos aún en una política de sustrato liberal, donde la economía se separa de lo político. En vez de generar condiciones para el encuentro con otros y la creación colectiva de nuevas formas de vida, el bienestar económico se muestra como un inhibidor de la actividad política. Los populismos en América Latina guardarían, así, una continuidad con los neoliberalismos de los que se presentan como disruptivos.

Se trata de formas liberales de hegemonía, donde el riesgo mayor que los gobernantes perciben es el de la insurrección: la reacción de quienes están quedando afuera, la expresión de la desigualdad material. Una forma no-liberal de hegemonía sería aquella en la cual aumento del consumo y cuestionamiento de la propiedad privada no estuvieran disociados. La pregunta política hoy quizás sea qué procesos tienden a destrabar esa disociación.  

8 de noviembre de 2011

La potencia del fragmento político

Lo que pasa en política generalmente se sitúa dentro de la norma de la época, es acorde a los sentidos ya configurados y puede incorporarse a las cadenas narrativas disponibles. Hay momentos en que esa linealidad se ve alterada, cuando surgen hechos que interrumpen el circuito de lo previsible. No nos referimos a esos grandes devenires colectivos que la filosofía llama acontecimiento, sino a configuraciones más delimitadas, acaso más oscuras, y que a falta de mejor nombre llamaremos el “fragmento”, o el “caso”. ¿Cómo se constituyen estos casos o fragmentos? ¿Cuál es su potencia política? ¿Qué episodios de este tipo podemos identificar en nuestra historia contemporánea?

La condición esencial del fragmento es justamente no ser tal, no ser una “parte”, que remitiría a un todo, que podría soldarse a las partes que lo circundan. El fragmento no se adecua a su contexto, es esencialmente inesperado, e incongruente. Tiene mucho de arcaísmo, de destiempo, y guarda una ligazón fundamental con el pasado, aquel que se consideraba superado. Y, a pesar de que no parece estar dentro de los posibles de su tiempo, condensa un exceso de información acerca de lo que se vive en una cierta época.

El fragmento llega a ser tal en la medida en que contiene fuerzas expresivas. Dice más de lo que su época está preparada para escuchar. Anuda una cantidad de procesos, tiene una cantidad de planos, que le da una complejidad difícil de interpretar. Contiene un plus de sentido que desborda los relatos existentes. Siempre tenemos frente a un caso la sensación de que no fue suficientemente pensado, de que se lo podría seguir interrogando.

Entre los episodios que podemos interrogar, enumeramos algunos al azar: los fusilamientos de José León Suárez, la toma obrera del frigorífico Lisandro de la Torre en 1959, la expulsión de montoneros de la Plaza de Mayo, la guerra de Malvinas, la toma de la Tablada en enero de 1989, las manifestaciones del 19 y 20 de diciembre de 2001, la toma del Parque Indoamericano en diciembre de 2010, entre otros.      

Nos interesan particularmente los fusilamientos de José León Suárez, relatados por Rodolfo Walsh en Operación Masacre para reflexionar acerca del modo en que se percibe el fragmento. En 1956, un grupo de obreros que acompañaba un alzamiento militar pro-peronista contra el régimen militar es asesinado en un basural. De la matanza sobrevivirían siete personas, a través de una de las cuales Walsh inicia una investigación que le permite reconstruir lo ocurrido. Él, que hasta ese entonces había apoyado la llamada Revolución Libertadora, no se acerca a los hechos por un interés político, de confirmación de sus posiciones, sino por una curiosidad humana y periodística.

Walsh publica la primera edición de Operación masacre sin romper con la Libertadora. Después, con el tiempo, el autor gira al peronismo y el libro, es sus sucesivas reediciones, se va convirtiendo en una referencia de la resistencia peronista. Walsh no lo escribe para defender a sus futuros compañeros, los fusilados se vuelven sus compañeros mucho tiempo después de la escritura del libro. El fragmento no tiene sentido político predeterminado, sino que emerge después. Es un exceso de realidad que “toca” por cualquier lado, interroga, captura la curiosidad y nos fuerza a crear un relato cuyo desenlace no se puede prever.

Otro momento que nos interroga es el de la toma de La Tablada en 1989. El 23 de enero de ese año, miembros del Movimiento Todos por la Patria ocupan los cuarteles del ejército en la localidad de La Tablada y son duramente reprimidos por las fuerzas militares. El MTP estaba liderado por Enrique Gorriarán Merlo, que había sido dirigente del ERP y había participado del sandinismo en Nicaragua. Luego de los levantamientos carapintada de 1987 y 1988, respondidos con moderación por el gobierno de Raúl Alfonsín, su lectura era que había una convicción anti-militarista (anti dictatorial) en la sociedad que los líderes políticos civiles no se atrevían a asumir. Por ende, ante la posibilidad de una nueva instauración del régimen militar, consideraban que era preciso organizar una resistencia popular, para lo cual preparan la acción de ocupación de la Tablada sería el primer paso.
   
La toma parece una situación sacada de otra época. Un grupo guerrillero que, seis años después del reestablecimiento de las instituciones constitucionales, toma las armas para radicalizar una democratización política a través de una acción armada. El fragmento se presenta al mismo tiempo como actualización de un tiempo que se creía agotado y como arcaísmo que señala el fin de un modo de pensar la transformación social. Pero la anacronía del fragmento es también un reenvío hacia el futuro, un setentismo avant la lettre, que anticipa la reactivación en el escenario político, de los temas de la lucha, la decisión, la militancia y la continuidad del relato histórico de los años 70 como vía para desbloquear el proceso político de transformación.

El fragmento altera la linealidad del tiempo histórico, guarda complicidad con otros hechos pasados y futuros, traza nuevas continuidades. Pensamos ahora en la toma de tierras ocurrida en el Parque Indoamericano en diciembre del año pasado. Y al hacerlo preguntarnos no sólo qué cosas nos dice ese hecho acerca del presente y del pasado, sino también qué es lo que anticipa o anuncia. La toma del Indoamericano cruza la secuencia de la problemática de las tierras y la vivienda con la secuencia de las muertes políticas: Mariano Ferreira, Nestor Kirchner, los qom en Formosa, los casos previos de gatillo fácil, las tres personas muertas en la toma.

¿Qué otro momento de nuestra coyuntura tiene ese grado de complejidad y, a la vez, despierta tan pocos discursos, permanece tan impensado? Quizás el enfrentamiento entre el gobierno y el campo a partir de la resolución 125 en 2008 tenga una expresividad similar a la de la toma del Indoamericano. ¿Podemos pensarlo como fragmento, según los criterios que venimos proponiendo?

El paro de los sectores agrarios para impedir un incremento de las retenciones a las exportaciones de soja y girasol y la movilización de la sociedad que desencadenó actualizaron una voluntad de enfrentamiento en los diferentes sectores (patronales rurales, productores, gobiernos locales, gobierno nacional, clases medias urbanas, etc.) que en ese momento era impensable. Se reactivó, además, la figura de la gratitud al campo en tanto fuente de todas las riquezas del país, en contra del discurso desarrollista que ensayaba el gobierno kirchnerista desde sus inicios.

Frente a esa capacidad del discurso a favor del campo de concentrar las fuerzas políticas opositoras, el gobierno también construyó un discurso que incluyera a sectores más amplios. La 125 evidenció para el kirchnerismo el hecho de que no se puede gobernar con un discurso apolítico, administrativo, de pura gestión. De ahí en adelante, cada medida oficial va a estar acompañada por una definición política: fútbol para todos, conectar igualdad, etc.

La disputa entre el campo y el gobierno fue un momento de gran productividad política, una instancia de quiebre del vínculo del kirchenrismo con la sociedad, que hizo posible la construcción política que hoy cuenta con el apoyo de la mayor parte de la población. Si se puede sostener que el gobierno triunfó políticamente, el ganador en materia de definición del modelo económico fue el grupo de actores vinculados al campo.

El conflicto con el campo puso en evidencia la separación entre clases dirigentes y clases dominantes en el país. En su desenlace se puede entrever la falta de interés de las clases dominantes por desarrollar un proyecto político propio. Su única preocupación es la de asegurarse los negocios. Sus incursiones en política están puntualmente destinadas a revertir un eventual recorte de sus beneficios. 

La toma del Indoamericano puede pensarse como la contracara de la 125, el modo en que la ciudad responde al influjo que el modelo concentrado de producción genera en el mercado de tierras y vivienda. Las tomas de tierras, la violencia desatada en los territorios, expresan la parte oscura del modelo económico, señalan que bienestar de las clases populares no es simple aumento del consumo, que una organización justa de la sociedad justa exige medidas que van a afectar necesariamente a las clases dominantes.

Pensamos que el enfrentamiento entre los sectores rurales y el gobierno en 2008 fundó el tipo de ligadura entre modelo político y modelo económico que denominamos ultracentro. En su interior, el desarrollo de la producción agrícola destinada a la exportación y la política de reconocimiento de derechos humanos y sociales se presentan como directamente vinculados (no hay ampliación de los derechos sin intensificación de la explotación sojera). Lo que el Indoamericano desnaturaliza es ese vínculo. Lo virtuoso del fragmento es que es la modalidad del hecho político que no produce identidad centrista, sino una subjetivación monstruosa que tiende a fugar del centro, que cuestiona las mediaciones y los modos de normalización de lo social, evidenciando -a partir de su propia insensatez- la insensatez general de lo social.