24 de septiembre de 2012

¿Vivimos una realidad poscolonial?


Si lo colonial señalara específicamente la relación jurídica que recubre la explotación de una metrópoli sobre un territorio y una población periféricos, entonces se trataría de un fenómeno mundial agotado entre fines del sXIX y mediados del siglo XX con la el procesos de la descolonización africana. En cambio, si tomamos la condición postcolonial como el mandato de “ser europeos”, la universalización del modo europeo de vida y de sociedad, la colonialidad (del poder, del saber) es un fenómeno aún actual.

La condición postcolonial en América Latina es lucha e integración. Podemos identificar esta coyuntura del siguiente modo: en las últimas décadas en América Latina fue tomando fuerza una crítica de la razón moderna occidental, al calor de la lucha de los movimientos sociales, las comunidades indígenas y las militancias políticas locales. Fue sobre la base de esos movimientos que se generalizaron los llamados gobiernos progresistas de la región. Esos gobiernos han conseguido una una inserción exitosa de la región en el mercado global.

Este modo de inserción en el mercado global –como exportadores de materias primas en la mayoría de los casos- se derivan dinámicas “europeizantes” (en el sentido que generalizan modos de vida creados en los países centrales del occidente). Las relaciones comerciales vuelven a difundir sensibilidades de vida, paradigmas de felicidad y modo de pensamiento.

Podemos concebir entonces nuestros escenarios sociales como atravesados por una tensión poscolonial, que abarca no sólo los fenómenos de consumo, sino que abarca se entremezcla de modo más profundo con la dinámica de producción de jerarquías.

Para Frantz Fanón, el rasgo central del colonialismo es la racialización. La producción política y cultural de grupos humanos distinguibles por rasgos raciales. Tal racialización impone al hombre una condición de minoridad o imperfección en relación al modelo europeo. Los procesos de racialización se han seguido desarrollando mucho más allá de los procesos de descolonización hasta hacerse parte de la propia maquinaria capitalista. 

Entre nosotros Eduardo Gruner, en su reciente libro La oscuridad y las luces sitúa este tipo de dialéctica (colonial-racial) en el origen mismo de las luchas independentistas y en la denegación de la revolución haitiana.

Sea que miremos la historia sudamericana (al “indio”, al “morocho”, al “negro”, etc), la norteamericana (al “chicano”, al “negro”), o la Europea reciente (las políticas racistas de gestión de las migraciones provenientes de sus ex colonias) para corroborar el peso del racismo en los sistemas sociales y políticos de occidente.

En cada uno de estos países vale por igual la pregunta ¿quiénes son los “negros” acá? ¿Los pobres, los indios, los inmigrantes?

En paralelo a este fenómeno se ha desarrollado una imagen “multicultural”, políticamente correcta, que hace de la aceptación del otro una condición fundamental para la vida democrática. Esta “filosofía de la diferencia” aparece hoy en toda América enfatizando la presidencia “negra” en los EE.UU, o la “india” en Bolivia, por ejemplo.

Si bien es cierto que las luchas sociales y particularmente el componente anticolonial de los movimiento sociales ha logrado éxitos bien importantes, sobre todo en Sudamérica, no alcanza con mostrar estos “ejemplos” para suponer que la máquina colonial, racializante ha dejado de funcionar modo modo de gestión de territorios (guetos y barriadas) y hasta en la propia economía (modalidades diferenciales de trabajo). 

Sin ir más lejos, hace menos de dos años - en diciembre del 2010-, en la Ciudad de Buenos Aires tuvimos el conflicto por la toma del Parque Indoamericano, en donde se enfrentaron de un modo clásicamente racista vecinos (argentinos y “blancos”) y ocupas (extranjeros, y “negros”).

Es cierto que nuestro hábito moderno prefiere dejar atrás el conflicto racial como si fuese un arcaísmo, un puro invento del poder. Preferimos ver por detrás de ese tipo de conflictos una dimensión clasista. Nos resulta más fácil percibir los problemas vinculados con la pobreza que los que se desprenden de una jerarquización racial.

Sin embargo, basta con que haya sujetos que experimenten la cuestión racial como determinantes de su existencia para que debamos tomar en serio la cuestión. Y no es casualidad que así como se dio entre nosotros el Indoaméricano, los últimos años podamos contar con revueltas de componente racial definido en Londres, Paris y en los mismos EE.UU.

Quizás sea Brasil uno de los países que más ha intentado innovar en términos de una gestión positiva de la cuestión racial. Dos películas –Zumbi somos nos; y Casi dos  hermanos- nos cuentan algunas de estas historias: Zumbi, cuenta la historia de un policía que persigue a un delincuente y acaba por matar, en la persecución, a una persona de clase media. En su defensa el policía argumenta que se confundió por el color (ambos eran “negros”). Casi dos hermanos, nos habla de las tensiones sociales y políticas que unen y separan a dos entrañables amigos de colores diferentes.   

La propia izquierda brasileña se encuentra sumergida en discusiones bien relevantes al respecto. Actualmente el antropólogo Viveiros de Castro ha propuesto que sólo a partir de un “devenir indio” (por los indios del Amazonas) Brasil pude salirse del paradigma capitalista-desarrollista. En clara discusión con grupos de la izquierda que proponen adoptar la figura del “pobre” como imagen común entre las diferentes realidades del trabajador empobrecido, la realidad de las favelas y de los indios amazónicos. “El pobre” no abarca al indio. Es más interesante  que Brasil se vuelva Indio, que pobre (Esta discusión puede investigarse en sus fundamentos a partir del exquisito libro de Viveiros llamado Metafísica caníbales)

Retomamos de la pregunta de Frantz Fanon una pregunta que surge de la lucha contra el colonialismo. El dice que por debajo de la cuestión del racismo y de la negritud subyace la pregunta ontológica más difícil: ¿qué es el hombre si dejamos de lado el “ser europeo”?

7 de septiembre de 2012

Batman: Estados Unidos asciende


En “Batman: el caballero de la noche asciende”, el superhéroe, achacado y recluido, después de ocho años de retiro, vuelve a la cancha. “Asciende” desde las tinieblas del olvido colectivo hacia el centro de la vida social. ¿Qué nos dice esta tercera entrega de la saga? ¿Qué nos resuena en su trama?

Hay una pregunta que atraviesa la trilogía: ¿tiene esperanza Ciudad Gótica? Los malos dicen que no. Batman está convencido de que si. En esta tercera película, quizás más que en las anteriores, la protagonista es la ciudad. ¿Qué es esa ciudad en torno a la cual gira el argumento del film?

Cuando Batman la invoca como la razón que inspira todos sus actos, nos remite a una ciudad que no está claramente en escena, tratamos de situarnos en su idea de ciudad, de una ciudad que merece su sacrificio. En la película, a los únicos que vemos dignos de su entrega es a los niños huérfanos y a parte de las elites empresariales (las que representan el capitalismo bueno, preocupado por la preservación de la sociedad); los dos, grupos de pertenencia de Bruce Wayne. Y, también, una fracción no corrupta de la policía, que será su aliada.

Por lo que resta, la ciudad son las masas en las calles, bajo el liderazgo de una secta emergida de los bajofondos. El pueblo en armas, pero amorfo, librado a la voluntad de un sujeto. El pueblo ignorante del peligro que corre, del peligro a la destrucción total al que lo expone su propio líder. Bane no es un mafioso, no es un terrorista y al final de la película descubrimos que tampoco es un fanático, pues todo lo hizo por su amor a Miranda Tate, la hija de Ra's al Ghul.

El mundo de Bane es el de la marginalidad, cómo le dice a Batman antes de la pelea en que lo deja postrado: para él la oscuridad no es un recurso, es el medio en el que nació y creció, su hábitat. Hay un trasfondo que organiza el relato y ese trasfondo es la lucha de clases. Los malos –tal como define Marx al proletariado- son los que no tienen nada que perder. Pueden ir por todo porque no tienen nada. Pierden muy poco si una bomba atómica vuela la ciudad.

Puede que de ahí se desprenda el mensaje de la película, un mensaje dirigido a las elites: cuidado con el pueblo, cuidado con los que no tienen nada que perder. Mientras nos quedamos encerrados bajo siete llaves en nuestras casas, por lo bajo, a niveles invisibles, se teje una amenaza: la amenaza de la insurrección –ciega, violenta- de las masas.

Por un lado, un aviso a las clases dominantes norteamericanas de que es necesario gobernar, ser activos, producir su hegemonía. Por el otro, un llamado a toda una nación a no dormirse en los laureles de las victorias pasadas. Al inicio de la película, Gótica es una ciudad triunfalista, corrupta, careta. Al final, al mismo tiempo que se remoralizan sus elites, recupera su espíritu patriótico.