30 de octubre de 2012

¿Qué quiere decir hoy “defender la democracia”?



En los últimos días sonó mucho la palabra “democracia”: por la huelga de gendarmería y prefectura, por la desaparición del testigo Alfonso Severo, por la disputa en torno a la Ley de Medios, por las elecciones presidenciales en Venezuela. En todos los casos, la democracia aparece como aquello puesto en peligro, como algo que podría perderse y es necesario defender. ¿Qué es la democracia para nosotros? ¿Qué quiere decir hoy “defender la democracia”?

Los actores históricamente considerados sus “guardianes”, los partidos políticos, esos que los golpes de estado prohibían y que se habían formado a la luz de la constitución de los estados-nación, hoy se encuentran en etapa de disolución. La politología es una ciencia encargada de lamentarse: ya no hay sistema de partidos. ¿Quién defiende, entonces, a la democracia? ¿Qué actores colectivos la constituyen?

Hagamos un recuento de los colectivos que actúan en el escenario político: organizaciones sociales, clubes de fútbol, grupos empresarios, sindicatos, iglesia, policía, grupos de vecinos. ¿Qué tipo de democracia vemos que se arma? El panorama no es claro, pero es fácil darnos cuenta que no estamos ante aquel sistema que se restauró en 1983, con el gobierno de Raúl Alfonsín.

Hoy las corporaciones y los grupos actúan más como colectivo unificado que los partidos políticos. La formación de los “cuadros” políticos y la gestación de las políticas de gobierno se dan mayormente en esos espacios. Podemos pensar, a modo de hipótesis, que hay operando en lo social un neoliberalismo popular de masas que repele a los partidos políticos como generadores de identidades compartidas y dispone formas de subjetivación más móviles y no ya exclusivamente políticas.

Puede que dentro de este ethos neoliberal el criterio de acción política sea la posibilidad de consumo. Economía y política no se pueden pensar por separado, ahora esa ligazón es evidente aún en los niveles más capilares. Los movimientos que se van dando en ese plano –civil y de las decisiones cotidianas- pueden dar lugar a efectos como lo que Horacio González llamó en estos días “golpismo sin sujeto”, para nombrar al hilo conductor que enlazaría los eventos locales que enumeramos al principio.

Los sectores que en 2008, durante el conflicto con el campo, percibían una voluntad destituyente, hoy alertan respecto de un “clima golpista” en la sociedad. Ahora, ¿creemos que estamos ante un momento de riesgo de golpe de estado? Si la desaparición de Severo, la huelga de las fuerzas de seguridad o las implicancias de la Ley de Medios ocultaran una vocación golpista, ¿no estaríamos ya todos en las calles? ¿Cómo leemos, si no es bajo la fórmula de democracia en riesgo, nuestra actualidad política?

Gendarmería se transformó en el último tiempo en la fuerza de contención social del gobierno, por eso, la forma corporativa que tomó su reacción ante la disminución de los salarios implica una afección a la gobernabilidad. El secuestro de Severo también expresa un conflicto entre las fuerzas de seguridad y el gobierno, sindicatos y clubes de fútbol de por medio. Puede que haya un intento de afectar al poder de Cristina, pero se vuelve intangible cuando intentamos expresarlo bajo la figura de “golpe de estado”. Quizás la misma idea de “clima golpista” esté señalando la insuficiencia de nuestro lenguaje, que no alcanza a nombrar el debilitamiento de un gobierno cuando el caudal de la fuerza política ya no se distribuye en partidos.

¿Cómo se expresa el disenso es un escenario político pospartidario? ¿Cuáles son las vías democráticas de construcción de poderes alternativos? Si las corporaciones son los actores colectivos más significativos, ¿cómo se expresan políticamente? ¿Cómo interpelan al gobierno? Si observamos el caso de la Ley de Medios, el más explícitamente político de los sucesos recientes, vemos que en la movida cacerolera y en la defensa del Grupo Clarín los argumentos también se agolpan en una idea de protección de la democracia, que el mismo gobierno es acusado de estar arriesgando.

Podemos leer este contexto como un momento de fortaleza del gobierno, donde las oposiciones no pueden más que intentar disputar el rumbo de las decisiones, aceptando que la capacidad de gobernar está en manos de la dirigencia. Podemos, por lo contrario, percibir un riesgo de desgobierno y de dispersión que corroe permanentemente la gobernabilidad. ¿Estamos, entonces ante una sociedad nunca antes tan disciplinada? ¿O ante la evidencia de un riesgo radical de desgobierno, que los liderazgos sólo pueden contener ocasionalmente?

En el marco de aquel neoliberalismo popular que mencionamos, podemos situar un juego entre disciplina e insubordinación donde éstos no aparecen como términos excluyentes. Así como un cacerolero vuelve en un minuto a su vida cotidiana y un gendarme, a sus tareas; en un minuto un funcionario del gobierno puede convertirse en ejecutivo del Grupo Clarín. Creemos que no se trata de un individuo como el de los `90 -cerrado aislado microempresarial- sino, más bien, de un individuo que hace grupo todo el tiempo. ¿Hiperpoliticidad que no se fija en identidades durables? ¿Muerte de las ideologías? Depende mucho de a qué llamemos “politicidad” y a qué llamemos “ideología” en esta democracia que se está armando.

6 de octubre de 2012

¿A qué suenan las cacerolas?


El 13 de septiembre hubo cacerolazos masivos en diferentes centros urbanos del país. No es la primera vez que suenan las cacerolas en Argentina, el antecedente más visible son las manifestaciones de diciembre de 2001. En aquel momento, el ruido de las cacerolas de los barrios más acomodados se modulaba según la tónica de los cortes de ruta de los desocupados provenientes de las periferias. Si antes la lucha era una sola entre piquete y cacerola, hoy ¿el cacerolazo quedó sonando solo? ¿O es en dueto con algún otro sector?

Los piquetes en el 2001 eran una forma de interrupción de la maquinaria social por parte de aquellos que no participaban de sus engranajes: los desocupados, que habían quedado en lo márgenes del habitus exitista y consumista que recubrió la década de los ´90 en el país. Junto a los piqueteros, construían su discurso las clases medias urbanas al momento de salir a la calle. Unas clases medias que, vale decir, también se habían visto empobrecidas y precarizadas o  desempleadas.

Hoy nos preguntamos, a modo de hipótesis, si la alianza de los cacerolazos -esta vez más solapada y sin rima que la nombre- es con el proceso iniciado por Hugo Moyano desde su alejamiento del gobierno de Cristina. Si así fuera, veríamos el viejo “piquete y cacerola” desplazado por un “salario y cacerola” o, bien, “sindicato y cacerola”.

La nueva dupla podría explicar por qué resulta insuficiente identificar a los cacerolazos con un sector blanco y de clase media/alta. Esto, teniendo en cuenta tanto que las cacerolas sonaron también en barrios periféricos, como el hecho de parte importante del apoyo al gobierno es de extracto medio/alto (el llamado progresismo).

Moyano, cuyo discurso se basa en la defensa de los asalariados, en particular de los pertenecientes a su gremio, los camioneros, desde hace unos meses comenzó a criticar a la presidenta por “no escuchar a la gente”. “La gente” -el “conjunto de vecinos” de la retórica macrista-, una denominación que parece interpelar a los sectores medios urbanos mucho más que la de “pueblo trabajador”. Puede ser que el líder sindical esté ampliando su lenguaje para incorporar las demandas de esos sectores, desamparados de un liderazgo político de oposición.

Así como en el 2001 los caceroleros identificaban su lucha con la de un sector no-asalariado y empobrecido, en la actualidad quienes empuñan sus cacerolas se hacen eco de un discurso de defensa del trabajador, de sus ingresos (contra el impuesto a las ganancias) y de su capacidad de consumo (contra el cepo al dólar). Es una protesta también dirigida contra los que no trabajan y contra las políticas sociales del gobierno.

¿Qué pasó con uno y otro sector aliado en 2001? Podemos conjeturar un devenir sociológico donde de aquellos que se movilizaron en los piquetes durante los '90 hoy una fracción puede estar inserta en el mercado formal de trabajo, pero es probable que buena parte pertenezca al mundo del empleo informal y, también, de los planes sociales. Los cacerolazos, que hace 10 años marcharon junto con los piqueteros, hoy en buena medida marchan contra ese sector, al calor de la recomposición de un actor social, que es “el trabajador”.

Enumeramos las demandas por las que redoblan las cacerolas: no a la inseguridad/delincuencia; no al control de cambio y liberación del mercado de divisas; no a la corrupción y el manejo arbitrario de los fondos por parte del gobierno, no al gasto público y al clientelismo, no a la Ley de Medios y al enfrentamiento con Clarín. Podríamos resumir a todos en la demanda de “seguridad”, entendida como defensa de la propiedad privada: protección y libre uso del patrimonio, tanto el personal como el de las empresas. 

Desde Moyano hasta Scioli, en el arco opositor que se fue gestando dentro del kirchnerismo, nadie deja de hablar de “seguridad”. El trabajo se asocia a la población en riesgo, la población con acceso legítimo al consumo, que puede ser víctima de un ataque a la propiedad privada. Del otro lado, los no-trabajadores son vistos como los que delinquen, los que reciben planes sociales, los del gasto (del estado sobre ellos y suyo en el consumo) ilegítimo.       

El caso es que Moyano no podrá aspirar a la representatividad a la accede Cristina mientras siga ocupándose tan sólo de los trabajadores. La presidenta, en cambio, es la abanderada de los consumidores, no de los pobres, tampoco de las clase media que mira a Miami de los '90: el consumo es una transversal del clase. Desde el gobierno, los derechos no se asocian ya a un sujeto trabajador sino al sujeto de consumo: el ciudadano-consumidor; algo que distingue con claridad al kirchnerismo del viejo peronismo.